viernes, 2 de enero de 2015

El dulce abismo

El 31 de diciembre por la tarde, faltando apenas 7 horas para esa parodia necesaria que llamamos año nuevo,  puse rumbo a la cumbre de Gran Canaria. Conducir fuera de la ciudad, por carreteras poco transitadas, es uno de mis relajantes predilectos. Busco lo imposible: otra dimensión donde anide una visión menos áspera, más optimista. Espacios abiertos que desde su atemporalidad casi infinita me digan: tranquilo hermano, relaja la mirada, esboza una sonrisa, no te tomes muy en serio, aparta los miedos, sólo eres la mitad de la mitad de la nada.
Cuando arribas a la cumbre, una de las carreteras conduce, ya descendente, a un pequeño pueblo llamado Ayacata, que entre finales de enero y febrero se motea de almendros en flor. En mitad del trayecto, a 200 ó 300 metros de una curva en la que puedes aparcar el coche, hay una especie de morro, un saliente rocoso escarpado, que nos muestra una vista magnífica del emblemático Roque Nublo con su monje custodio y de la Caldera de Tejeda jaspeada en un fondo de casitas blancas. Allí, caído ya el sol, casi en el preludio de la noche, puedes sentir lo que Silvio Rodríguez llama, en una conmovedora canción de amor, "el dulce abismo". Esta canción la escribió pensando en el capitán San Luis que le envío una carta a su esposa, intuyendo que ya nunca la vería. Silvio no leyó la carta, hizo algo mucho más fecundo, la imaginó y le puso unas alitas musicales para eternizarla.
El abismo del capitán era diferente pero igual. Ese breve o interminable espacio de tiempo en el que sientes que un salto puede ser el descanso. Sí, el abismo puede ser el canto remansado de las sirenas cuando percibes el mundo como un lugar hostil y ya sabes que, en palabras de León Felipe, todos "los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos".
Lo que a mí no quiero que deje de asombrarme y enfadarme, es que no sepamos abrazar los gritos de angustia de una adolescente. Es inhumano que Carla Díaz, una niña de 14 años, con tanta felicidad y tristeza por transitar, sintiera, en abril de 2013, que lanzarse por un acantilado gijonés era su dulce abismo. Carla ha sido noticia porque en estos días pasados dos compañeras de colegio han sido condenadas a 4 meses de tareas socioeducativas por un delito contra su integridad moral al haberla acosado. 
Pertenezco a la comisión de convivencia del instituto donde trabajo y sé que el mundo en la adolescencia se ve con contrastes brutales: alegrías desbordantes y tragedias bíblicas. El vaso de agua adquiere proporciones de mar embravecido. Y sé que la crueldad o el escarnio, que hoy galopa con la ayuda de las redes sociales, es uno de nuestros aprendizajes menos provechosos pero mejor adquiridos. No olvidemos las novatadas cuarteleras o de los que ingresan a los colegios mayores, ambos sectores ya talluditos. El peaje de la humillación para pasar a formar parte del grupo. Y la diana sobre el distinto, sobre el tímido o la introvertida. El acoso, sobre todo el sibilino, es habitual. Tienes que estar atento y decirle al chico o la chica que lo comunique, que hay una mano tendida y no tiene que sufrir en soledad, ni asomarse, remotamente, al abismo. Y a los acosadores debes dejarles muy claro que su juego es el sufrimiento de otra persona y que no se les va a tolerar. En mi Centro dialogamos constantemente, apelamos a la diosa razón. Pero sabemos que el acto disruptivo, agresivo, moralmente lesivo, debe tener una consecuencia, que protegiendo a cada persona, en su individualidad, protegemos al colectivo. Sí, mi práctica profesional cotidiana, me reafirma cada vez más en la necesidad de otra sociedad fundada (ya sé que suena a tópico, pero ahora mismo escriben tanto mis tripas como mi mente) en otros valores. Creo que los caminos de la igualdad social y del crecimiento moral no coercitivo van en paralelo. Sí, ríanse displicentes de mí, pero el concepto del "hombre nuevo", aunque como al horizonte nunca lleguemos, es necesario.
Desconozco que engendro funesto enraizó en las cabezas de Carla o diez años atrás de Jokin, que, también con 14 años, saltó de las murallas de Hondarribia. O de otros adolescentes que han quedado en el anonimato por el supuesto efecto dominó de las noticias sobre suicidas. Sólo sé que yo fui un niño y un adolescente casi siempre tímido, temeroso de determinados compañeros, y a ratos desesperado y solitario, pero en ese tiempo (otro momento fue el del joven letraherido o ahora el del bloguero que parchea su frustración escritora), creo que nunca sentí la atracción del dulce abismo. Ese que ahora, quizás conociendo mi cobardía, me ronronea, avieso y divertido.



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