miércoles, 24 de junio de 2015

Mi bandera no declina

A mí no me da igual.
Ante el espectáculo teatral montado por Pedro Sánchez en su
proclamación como candidato del PSOE a la Moncloa, donde la estrella invitada fue una macro rojigualda, una de las reacciones más habituales, dentro de lo que llamaríamos el campo de la izquierda, ha sido quitarle importancia a un trozo de tela de vivos colores, creado en el siglo XVIII para ser una enseña de la Armada por su visibilidad en el mar.
Es curioso. Igual me equivoco, pero tengo la impresión de que las personas de izquierdas declinamos con facilidad nuestros símbolos en aras de una concordia decretada por los detentadores del poder. Una concordia que sólo existirá mientras seamos buenos chicos y no cuestionemos ni un ápice el sistema. Véase, a modo de ilustración, como han sido recibidos por la derecha política y mediática los gobiernos municipales encabezados por candidaturas de unidad popular. Los tradicionales cien días de cortesía pasaron a mejor vida. En la Transición, después de cuarenta años de dictadura, a cambio de que nos legalizara el Régimen (no pudimos romper y legalizarnos de facto nosotros), nos tragamos un rey heredero del fascismo y su bandera sin pestañear. Nos olvidamos de nuestros muertos, con cierto desparpajo, para facilitar la convivencia, el perdón y la reconciliación. Creo que España es el único país que se planteó, como si fuera un igual, reconciliarse con el fascismo. El único país donde el principal héroe, el hombre que "trajo", (aquí al pueblo le traen las cosas, no las conquista) la democracia, es un alto cargo del régimen asesino de Franco. Y así Suárez subió a los altares de la paternidad democrática en detrimento de todos los ejecutados y encarcelados. Fue una claudicación en la que entregamos nuestras banderas y nuestros muertos a cambio de que el enemigo que nos perseguía y torturaba, esperando que hubieran cundido los largos años de amaestramiento, nos legalizara. Y el enemigo y su aparato represivo no sufrieron ni un rasguño, ni una mínima molestia. Quedaron al instante, de la noche al día, milagrosamente democratizados.
Lo repito: a mi no me da igual.
Y sé perfectamente que una bandera bi o tricolor o que una testa coronada u otra con el gorrito frigio, utilizando el fatalista lenguaje popular que tanto bien hace a los poderosos, "no me va a dar de comer". Pero me duele que una institución (la República) y su símbolo (la bandera), derrotas por un complot fascista internacional, fueran abandonadas a las primeras de cambio, sin resistencia, cuando funcionaron como eje de lucha y esperanza durante la dictadura. Me hiere que ni siquiera pudiéramos alcanzar la capacidad de decidir entre un rey nombrado por el fascismo y la restauración de la forma republicana.
No siendo nadie, lo único que le pido al PSOE, ya lo he hecho en otras ocasiones, es que si le apetece persevere en sus halagos al Borbón, pero que tenga la dignidad de permitir descansar en paz a su alma republicana. Tienen el derecho de ser monárquicos y el deber de ser honestos, de no mancillar la república que muchos anhelamos. Y no puedo olvidar que si hace un año, en plena crisis de la corona, el PSOE (ya sé que era y es imposible) vira a la república, la monarquía habría sido herida de muerte. A Podemos e Izquierda Unida les solicito honestidad y valentía. La bandera republicana debería presidir, inexcusablemente, todos sus actos por simple coherencia. Y me atrevería a añadir que además cumpliría una función pedagógica como contrapoder ideológico, como muestra de la posibilidad de un estado español, hasta en sus símbolos, diferente. ¿Hay en las filas de IU o Podemos un solo monárquico? ¿Vendemos nuestra esencia transformadora (se supone) por un puñado, seguramente escaso, de votos despistados? Y Pablo, menos lisonjas al joven Borbón del tipo de "si se presenta a unas elecciones a presidente seguro que las gana". Ya, para la ambigüedad y el mercadeo de ideas, existen el PSOE y ese comodín, construido desde el poder para encauzar descontentos formales y sin fondo, llamado Ciudadanos. No van a dejar de criminalizarte porque les hagas guiños, van escudriñar cada declaración, cada recoveco de tu pensamiento, el grosor de tu condena cuando utilices la palabra ETA. Reconozco que una faceta de Julio Anguita, al que no deberías abandonar como referente político, que siempre me gustó, fue la del hombre que no vendía la sinceridad de su pensamiento por un puñado de votos, independientemente de que complaciera más o menos al receptor.



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