lunes, 17 de agosto de 2015

Desaprender tradiciones o el brutal encanto del peligro

Creo que ha llegado el momento de dar rienda suelta al aventurero, hasta ahora larvado, muy larvado, que anida en mí.
Siempre he sido Don Cautelas, amante solícito de Doña Precaución. Pero eso se acabó. Esta noche, tras liquidar a tan siniestro dúo, haré las maletas. No, no pienso partir ligero de equipaje. Sé que queda muy literario y cinematográfico el "maldito" que avanza en la noche sin mirar atrás, abandonando sus posesiones materiales con un cierto rictus de desprecio. Nada más lejos de mi propósito. 
Mi intención es, viajando desde Canarias a Cádiz, irme, en mi coche y con todas las comodidades posibles, a hacer las Españas, esos territorios donde, desde instancias oficiales, se cultiva, fiesta peculiar, el jolgorio aliñado con la sangre. 
Cuando llegue al continente europeo e inicie, tras estudiar el itinerario pertinente, mi periplo de pueblo en pueblo, podré exponer en callejuelas mi vida sin cortapisas. Acabado el encierro, sudoroso y adrenalínico, compartiré en bares y ventorrillos comida y agua o refrescos con los vecinos. El cuerpo me pediría unas deliciosas y heladas birras que me abstendré de tomar pues, más allá de la multa, la posible melopea o merma en mis facultades puede afectar a otras personas que utilicen las vías por las que yo transitaré en busca de mi próximo destino. Sí me molestará mucho más que el puñetero estado que antes me facilitó exponerme, bravío, al peligro, me fuerce a atarme al asiento entre desafío y desafío.
Lo reconozco, el cobarde vital que hasta antes de comenzar este articulito era yo, está fascinado por esa necesidad que existe en muchos lugares de divertirse con el aliciente exclusivo, el único disfrute, de jugarse la vida corriendo ante un toro. Cuidado, no aludo, ni de refilón, al toreo profesional, que algunos, aunque yo no lo comparta, defienden en clave estética, y otros, con los que yo empatizo más, critican en clave de ritual de tortura animalística. Sé que en múltiples actividades existe la componente del riesgo: carreras de coches, de motos, de bicicletas (las chichoneras ya son obligatorias), escalada... Pero fijémonos en que, existiendo el peligro, todas han tendido, con los avances tecnológicos, y en algunos casos reglamentarios, a minimizar los posibles daños a sus practicantes. Por eso, el asunto de las localidades donde los ayuntamientos organizan una actividad consistente en que cualquier vecino mayor de edad puede, libremente, jugarse la vida, me parece llamativo, pues entra en contradicción con la filosofía oficial que se sigue, como reflejé en la ironización inicial, en el mundo del automóvil: seguridad pasiva, o sea, obligatoriedad de usar el cinturón de seguridad. El individuo que corre ante un toro puede invocar esa barricada que es su libre albedrío. Albedrío que por cierto es facilitado por ese ente del estado (para mucha gente, con conciencia común e inducida, gran cercenador de libertades) que es una administración local. Hay otra invocación más triste, cansina y absurda: la tradición. Esta palabra se utiliza a menudo como un tótem ante el que postrarse cuando la razón escasea. En una ocasión le oí en una intervención radiofónica a una catedrática ¿de historia? cuyo nombre no recuerdo un concepto que a mí, en el terreno personal, me impactó: desaprender. Defendía la necesidad que a veces tenemos los seres humanos de desaprender (entiendo que se refería a rebatir racionalmente) ideas que nos inculcaron en algunos de nuestros entornos. Las tradiciones, como las estadísticas en el fútbol, están, cuando es necesario y saludable, para romperlas. Rompimiento que por ejemplo están haciendo algunos ayuntamientos de las candidaturas de unidad popular no acudiendo oficialmente a los actos religiosos de las diferentes fiestas. Y a muchos vecinos les disgusta y apelan al intelectualmente mísero "esto ha sido así toda la vida".
Acabo refiriéndome a los espectadores. El morbo, el peligro, los sentimientos oscuros también nos aportan placer. Gozamos sufriendo con una película de terror llena de vísceras o, ya de niños, cuando se iba la luz por la noche (en los 60 no eran raros los apagones nocturnos), nos apetecía que alguien, a la lumbre de una vela, contara una historia de miedo. 
En uno de los vídeos emitidos de los festejos con toros en los que han muerto este verano ocho o nueve personas, mi mayor impresión, siendo impresionantes, por supuesto, las imágenes, fue auditiva. Me la produjo el grito de una mujer que sobresalía del ay general. Quizás malvado, no pude evitar pensar que era un grito tan sincero como incongruente. El único sentido de esa función, que seguramente un segundo antes la señora disfrutaba, con alborozo y escalofrío, junto a la parte del pueblo que no actúa, es la posibilidad, no ficticia ni accidental, de ver en directo a tu vecino, o incluso a tu familiar, haciéndole un requiebro a la tragedia.


1 comentario:

  1. Muy buena reflexión;yo a partir de una edad me e dado cuenta de que la gente va tanto a los encierros como a las corridas para ver sangre,y no solo la de los animales no humanos,sino también la de los humanos,son así de bárbaros,ver al prójimo sangrar y romperse delante de ellos con la aceptación de los organismos públicos,toda una clase de historia sobre la época romana.

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